Proyectos y otros cuentos
BLOG SOBRE LIBROS, PELÍCULAS Y ALGUNAS OTRAS OCURRENCIAS.
miércoles, 22 de noviembre de 2023
El cine de Terrence Malick. La esperanza de llegar a casa, Pablo Alzola Cerero.
viernes, 22 de septiembre de 2023
El papel pintado amarillo, Charlotte Perkins Gilman
jueves, 21 de septiembre de 2023
O uno o los otros, David Garcimartín Arenas.
domingo, 14 de noviembre de 2021
Eterno Retorno (a través de un cuento)
ETERNO RETORNO
( a través de un cuento)
Pero el movimiento de la literatura es ese
deslizamiento de una escena a la misma escena que se repite con una forma
apenas modificada, apenas deformada, apenas alterada…
Por
qué me gusta Barthes, Alain Robbe-Grillet
Laura
está buscando un libro de Ricardo Piglia en el trastero. No recuerda dónde lo
puso, como no recuerda ya tantas otras cosas. Hace unos días cumplió ochenta
años. 80: redondito como las velas rojas que pusieron sus nietos en esa empalagosa
tarta que tan mal le sentó. Ahora pasa sus dedos por las estanterías, pero
caray, qué desorden, qué suciedad. Todo empezó ayer. Cogió un libro de Ida
Vitale, De plantas y animales, y ahí
estaba, el acontecimiento. O así imagina Laura que lo ha estado escuchando y
leyendo a lo largo de su vida, en forma de gran acontecer, como si no fuera
algo normal, y sí algo que había que tener en cuenta, algo memorable, algo que
hay que contar una y otra vez para no olvidarlo. Y quizá Laura lo olvida una y
otra vez, pero siempre vuelve a aparecer. Ida Vitale, con su voz, se hace eco
en una página del gran suceso: Cuando en
la adolescencia leí a Nietzsche y supe algo de su vida, me conmovió su locura
final, cuando compadecido ante un caballo de tiro maltratado por quien lo
guiaba, le abrazó la cabeza y lloró con él como con un hermano. Sí, a
partir de esa escena, un antes y un después: Nietzsche cuerdo, Nietzsche loco.
La
primera vez que escuchó Laura esta historia, tendría catorce o quince años,
quizá en la clase de ciencias sociales o ciencias naturales. El profesor o
profesora, ay, qué memoria, sin venir a cuento la soltó, y ella recordó que su
abuelo, siendo un niño, también había abrazado a un caballo, como el Federico
Niche ese del que hablaba su profesora. Ella contó lo de su abuelo en la clase,
pero no le dieron importancia, su abuelo no era nadie, y Federico, según la
señorita, había cambiado el curso de la filosofía. A partir de él, la filosofía
pegó un giro enorme, dejó de ser lo que había sido para convertirse en otra
cosa. Vaya, pensó Laura. Como un mago. Como un poeta. Como un niño. Luego
vendría Kundera a contárselo otra vez. ¿Cuándo leyó a Kundera? Tantos años
tiene ya… Laura sigue buscando a Piglia, aunque en realidad ha subido al
trastero a buscar no sólo a Piglia, también La
insoportable levedad del ser, pero disimulen, miren hacia otro lado,
ustedes antes o después olvidarán lo que buscaban hace unos minutos, y no pasará
nada, salvo que esté la sartén sobre el fuego.
Unos
meses antes que la voz de Ida Vitale, Laura leyó emocionada a otra poeta, a Chantal Maillard, que contaba en el
preámbulo de un libro suyo la misma historieta: recordemos a Friedrich Nietzsche abrazado al cuello de un caballo
exhausto y maltratado. Que aquel gesto se considere como un síntoma de locura
es clara indicación de una sociedad enferma. Entonces Laura, de repente,
volvió a acordarse de su abuelo, sí, algo parecido le pasó a él, y nunca lo tomó por loco, jamás se planteó que aquel
gesto de su abuelo fuese nada anormal, tampoco nada extraordinario. A ella lo
de su abuelo se lo contó su madre, y quizá a su madre se lo contó su abuelo, el
bisabuelo de Laura. Pero sí, parece que todos pensaron que Nietzsche se había
vuelto loco, que algo ya no marchaba en ese pensador que puso todo patas
arriba.
2011.
El director Béla Tarr lleva el acontecimiento a la pantalla. El caballo de Turín. Quizá la voz en off
del principio diga más palabras que todas las que se dicen en el resto de los
145 minutos que Laura vio acompañada de los
bostezos de su marido. La voz relata que en Turín, el 3 de enero de
1889, Friedrich Nietzsche sale del número 6 de la Vía Carlo Alberto, cuando se
encuentra con un cochero (¿Giuseppe? ¿Carlo? ¿Ettore?) tirando de un caballo
que se resiste a moverse. Impaciente, comienza a fustigarlo. Nietzsche avanza
entre la multitud, se acerca despacio y abraza al animal, llorando. Vive diez años más,
preso de la demencia, con su madre y su hermana. Del caballo nada sabemos, pero
para eso podemos ver la película. A Laura casi le da un síncope. 148 minutos
que fueron como cinco días. Pero bueno, pensó, quizá sea esa la intención del
director. Qué cabrón. Laura nunca dice cabrón, pero lo digo yo por ella.
Concretemos.
3 de enero de 1888 (no hay unanimidad respecto al año), Nietzsche pasea por una
calle de Turín y ve a un caballo que está siendo golpeado sin piedad por un
hombre. Tiembla, se acerca lentamente al animal, se aferra a él con compasión,
y llora con él, llora por él, por el caballo, por todos nosotros. Por mí. Por
ustedes. Por el abuelo de Laura. Por el marido. Por la madre y su bisabuelo. Por
la mismísima Laura. Y porque por más que busca en el trastero no encuentra el
librito de Piglia. Lo va a olvidar, como ya ha olvidado el de Kundera. Pero en
esto que se encuentra con Crimen y castigo.
Retira el polvo, y lo abre. Lee la página que subrayó, o cree
recordar que ese subrayado es suyo, y no de la mano de su marido, que ya murió: El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un
grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el
hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da
un salto y corre hacia Mikolka
blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba
buscando, y se lo lleva. Ven, ven, le dice. Vámonos a casa. Papá, ¿por qué han
matado a ese pobre caballito?, gime Rodia. Alteradas por su entrecortada
respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta. Laura
sigue leyendo, pero ya saben, lectores – ¿o quizá ya no la recuerdan? –, cómo continúa
esta historia que está dentro de una historia mayor, y que ha sido un sueño de Raskólnikov,
que ahora despierta sudoroso.
Laura,
triste por esta historia, se acuerda de repente de su abuelo, ¿o quizá le pasó
a su abuela?, lo ve en su pueblo, con sus pequeñas manos acariciando al
caballo, ahora a sus 80 no le parece tan banal el hecho, quizá era síntoma de
cierta sensibilidad, y piensa si este sueño de Raskólnikov no lo habría leído
su abuelo o su abuela, qué pena no habérselo podido preguntar. Aunque no, no
puede ser, yo recuerdo un poco más que ella, y su abuelo sólo leía el Quijote y el periódico. Su abuela era
más de Madame Bovary. Sigue
elucubrando, la historia del pequeño Rodia y la historia de su abuelo o de su
abuela se parecen tanto... Ahora observa una fotografía que estaba entre las
páginas de Crimen y Castigo: aparece
ella, la pequeña Laura junto a un
caballo negro y flacucho. Laura le acaricia el cuello con sus manos, sus labios
diminutos lo besan y una lágrima cae por su cara. Al fondo, un grupo de gente
anónima. Deja la foto y el libro con cuidado donde estaba, y al lado, por fin,
y tras olvidarlo con la lectura de Dostoievski, Ricardo Piglia y sus Formas breves: Una de las escenas más famosas de la historia de la filosofía es un
efecto del poder de la literatura. Nietzsche al ver como un cochero castigaba
brutalmente a un caballo caído se abraza llorando al cuello del animal y lo
besa. Fue en Turín, el 3 de enero de 1888, y esa fecha marca, en un sentido, el
fin de la filosofía: con ese hecho empieza la llamada locura de Nietzsche que,
como el suicidio de Sócrates, es un acontecimiento inolvidable en la historia
de la razón occidental. Lo increíble es que la escena es una repetición literal
de una situación de Crimen y Castigo de
Dostoievski (capítulo 5 de la I parte) en la que Raskólnikov sueña con unos
campesinos borrachos que golpean a un caballo hasta matarlo. Dominado por la
compasión, Raskólnikov se abraza al cuello del animal caído y lo besa. Nadie
parece haber reparado en el bovarismo de Nietzsche que repite una escena leída.
(La teoría del Eterno Retorno puede ser vista como una descripción del efecto
de memoria falsa que produce la lectura). Laura se sonríe. 80 años. 80 años
redonditos. Quiere olvidar la tarta que comió hace unos días, quiere olvidar
las velitas rojas que su hija le dio a
sus nietos, quiere olvidarlo todo, ya no le importan sus despistes, olvidar la
historia de su abuelo, la de su abuela, la suya y la de su marido, olvidar al
pequeño Rodia, a sus padres, olvidar la
historia de Nietzsche y el caballo, la cordura y la locura, olvidar la voz de
Ida Vitale, la de Flaubert y su Bovary, la voz de Chantal Maillard, olvidar a
Piglia, a la señorita, a Kundera y a Dostoievski, olvidar la película de Béla
Tarr, no, ya no le preocupa en absoluto, sólo así podrá repetir a sus 80 años,
todo lo ya vivido, todo lo ya leído, como si fuera la primera vez: eterno
retorno.
Patricia
L.D.
Fotograma:
Días de Nietzsche en Turín (2001),
Júlio Bressane.
sábado, 6 de noviembre de 2021
De proyectos y otros cuentos (I)
Como desde
hace más de un año fotografío un banco, busqué en Google para ver si ya se le había ocurrido a alguien esa
idea: la respuesta es que sí. La idea la tuvo un fotógrafo ucraniano que dedicó
diez años de su vida a fotografiar el banco que está frente a la ventana de la
cocina del piso de sus padres en Kiev. Se llama Yevgeniy Kotenko: simplemente,
hago fotos de lo que veo desde la ventana. Y lo que ve desde la ventana es
ese banco situado entre un parque infantil y un sendero donde va la gente a
caminar. Un lugar bastante concurrido que le llevó a recoger unas 700
fotografías, unas 700 mini historias reunidas bajo el título On the bench. En ellas nos encontramos a
personas de todas las edades, solitarias, en grupo, bebiendo, fumando,
charlando, amando, riñendo… Un hermoso registro de la historia de un banco al
que Kotenko presta sus ojos para que pueda ver cómo a su alrededor gira una multitud
de personas. Unas se van, otras llegan y entre tantos vaivenes el banco sigue
ahí, mientras los padres de Kotenko le recuerdan que no deje olvidada su cámara
de fotos en la cocina.
Guillermo
me recomendó la película Smoke (Wayne Wang, 1995). La puse y aparecí en Brooklyn, dentro de un estanco rodeada de
unos personajes que están conversando y fumando.
El estanquero lleva doce años yendo con su cámara de 35 mm a la
esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton para dispararla a las siete
en punto de la mañana. Tiene todo un mundo de instantes metido en doce álbumes
de color negro: 4000 fotografías. Se trata de Auggie Wren, el personaje creado
por Paul Auster para un cuento de Navidad que le encargó The New York Times y que posteriormente
adaptó para la película Smoke. Auggie
Wren en la pantalla es el actor Harvey Keitel y William Hurt el trasunto de Paul
Auster en la película.
Hay un
momento en el que Auggie Wren le cuenta la historia que motivó las fotografías (pueden encontrarla leyendo El
cuento de navidad de Auggie Wren o viendo la película) y cuando se las enseña a
Paul y ve que éste las pasa muy rápido le dice: vas
demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio. Y entonces ya sí Paul es pura
atención y se va deteniendo en los detalles de cada una de ellas.
Me acordé viendo las fotografías de Yevgeniy Kotenko y de la película Smoke de una frase del director Yasujiro Ozu: hacer sentir la existencia de lo que llamamos vida sin utilizar
acontecimientos extraordinarios.
En Nubes
de vanguardia, un textito recogido en el libro de Gonzalo Maier Leer y dormir, me entero que el pintor
holandés Albert Carel Willink (1900-1983) hizo muchísimas fotografías de nubes.
Fotografías según Gonzalo Maier que tomaba
a la rápida, casi sin pensarlo, con nubes de todo tipo: grandes, negras,
chicas; en otras palabras, un catastro de las nubes que durante décadas
tapizaron los cielos de Amsterdam. De este modo el pintor se hizo
con un gran catálogo de nubes que luego utilizaba de modelo para pintar sus
cuadros. En una exposición estaban algunos de esos cuadros junto a la fotografía
al lado para ver el parecido literal.
Se
acerca la Navidad, ya han empezado a
montar el Belén en San Lorenzo de El Escorial, y quizá sea un buen momento para
volver a esa delicia que es Smoke, leer el cuento de Auster, subir
a fotografiar el banco –a pesar del frío polar -y buscar nubes, muchas muchas nubes.
Patricia L.D.
lunes, 1 de noviembre de 2021
Leyendo a Enrique Vila-Matas
Fue leyendo Marienbad eléctrico de Enrique Vila-Matas como descubrí un libro de Alain Robbe-Grillet, Por qué me gusta Barthes. Un libro que Vila-Matas adora por su rareza, esa rareza que consiste en explicar por qué se admira a otro: frente a los que prefieren increpar o despreciar las obras de sus colegas. En el prefacio Olivier Corpet cuenta que Robbe-Grillet distinguía entre relaciones <<turbias, sospechosas>> y <<relaciones de novelista a novelista>> o <<relaciones amorosas>>. Imagino que esa relación entre Robbe-Grillet y Barthes que tanto adora Vila-Matas la habrá asociado a su relación con Dominique Gonzalez-Foerster.
Dominique Gonzalez-Foerster
Fue leyendo Marienbad eléctrico de Enrique Vila-Matas como descubrí a la
artista Dominique Gonzalez-Foerster, y a través de ella al director de cine
Tsai Ming-liang. La artista, fascinada por la secuencia final de la película Viva el amor, marchó a Taipéi (Taiwan)
en busca del parque donde transcurría
esa escena para pasear también ella con su cámara en mano, como hizo Ming-liang
en 1994, con el fin de tratar de responder a por qué esa escena y no otra
despertó su deseo de hacer videos. No sé
la respuesta, pero si vi en Dominique ese gesto del que hablábamos más arriba,
ligado a esa relaciones nada sospechosas y que tienen que ver más con las
relaciones amorosas. De alguna manera en su video está implícito su admiración
por Ming-liang.
Busco sin éxito esa película, Viva el amor, no doy con ella en ninguna plataforma. Voy limitando la búsqueda hasta dar, al menos, con la escena con la que termina el film, esa escena que desencadenó el deseo de hacer películas en Dominique. Y la encuentro. Play: aparece una mujer caminando por una zona en construcción, el mismo parque por el que caminará Dominque cinco años después de ese rodaje. Escuchamos el sonido de sus tacones sobre el asfalto, unos pájaros, el claxon de los coches. Apenas hay nadie además de ella. Solitarios paseando, alguno corriendo. Hasta que llega a un auditorio al aire libre en el que hay muchos bancos. Vemos sentado a un hombre canoso, leyendo el periódico. La joven se sienta unos cuantos bancos detrás y empieza a llorar. Vemos su rostro, cubierto por la larga melena rizada agitada por el viento. No para de llorar.
Viendo esas lágrimas resbalar recuerdo que en la entrevista en la que he podido escuchar a Ming-liang dice que tiene una relación muy especial con el agua. Somos como una planta. La uso de una manera consciente en la medida de que está siempre presente en nuestra vida. En Taiwan lo está. La relación del agua con las lágrimas y con el deseo es importante.
La actriz mira no sabemos si al escenario que tiene
enfrente, recordemos que estamos en un auditorio, o hacia dentro, hacia eso que trata de salir, quizá si hubiese visto la película entera…
pero qué importa. Van amainando el llanto y el viento. Se quita con la mano el
cabello de la cara. Retira las lágrimas. Quizá llorar en público tiene algo que
lo emparenta con leer rodeada: como si
construyésemos con esos dos actos un iglú que nos aislase de los otros. Aunque
también leemos con otros y lloramos con ellos. Definitivamente: leer y llorar
siempre remite a un otro por muy distanciados que en ese momento parezcamos estar.
Pienso en el llanto, o en determinado llanto,
como una mezcla de aburrimiento y sueño como los entendía Walter Benjamin. El
aburrimiento decía Benjamin es el
momento máximo de relajación espiritual, mientras que el sueño el momento
máximo de relajación corporal. Y no nos sentimos después de llorar ¿doblemente
relajados? Sí, así lo pienso ahora, como si lo anímico y lo corporal pudiesen, al
menos por un rato, descansar. Y quizá entonces es posible la escucha. Como si al
liberarnos de esa emoción quedara un lugar desde el que poder escucharnos.
A Ming-liang no le importa detenerse
en ese momento. La mujer frente al escenario, nosotros frente a ella durante
nueve minutos y once segundos que dura la escena. El director nos regala un
tiempo que está más allá del tic tac de un reloj, el mismo tiempo que la mujer se
está concediendo. Me gustan esos directores tan generosos con los espectadores.
Se suena la nariz con un pañuelo de papel. Por
fin vemos su cara totalmente despejada en el momento en el que enciende un cigarro.
Dominique Gonzalez-Foerster viendo
esa escena quiso ponerse en marcha y grabar su plano en Taipéi, y curiosamente,
lo grabó en un día de mucha lluvia, su plano de Taipéi empapado; me pregunto si
lo habrá visto Tsai Ming-liang, una secuencia que podría yuxtaponerse a la suya,
esta vez bien cubierta de lluvia. Las lágrimas de ella se mezclarían con las
que caen del cielo de Taipéi (sé que también han pensado en Blade Runner).
Vila-Matas dice que Georges Perec explica en Espacio de espacios, que cada detalle de un lugar en el que fijemos
nuestra atención es ya una narrativa en miniatura. Quizá Dominique vio en
esa película su propia narrativa en miniatura. Dominique no dejó escapar esa
escena del parque de Taipéi, y decidió situarse en el lugar “real” que vio por
primera vez a través del cine. A través de una película decidió
filmar la suya.
Viva el amor (1994), Tsai Ming-liang
Dominique González-Foerster dice: yo escribo como puedo en el espacio.
Tsai Ming-liang en la entrevista que
vi: los espacios son muy importantes, son
espacios que tienen una carga emocional para mí. No elijo lugares turísticos.
Les doy importancia porque nos ayudan a poder sacar lo que lleva un personaje
dentro. Es otro personaje. Los analizo mucho. Vuelvo a ellos.
Como vuelven cada cierto tiempo Enrique
Vila-Matas y Dominique Gonzalez-Foerster al café Bonaparte de París, lugar
donde comparten la alegría imparable de
su intercambio de ideas sin inhibiciones. A los dos les gusta también
dialogar con los autores que leen y con todo aquello que en algún momento puede hacer saltar la chispa
artística. Disfruté mucho de Marienbad
eléctrico. Aunque ha sido después, cuando he leído Por qué me gusta Barthes, y cuando he seguido
los pasos de Dominique siguiendo los de Ming-liang que me he acercado más al
libro de Vila-Matas.
Una amiga me
envía una fotografía del banco que me gusta fotografiar. También compartimos esa alegría
imparable de intercambio de ideas sin inhibiciones. Vila-Matas fue a
Marienbad –donde transcurre una de sus películas favoritas, El año pasado en Marienbad, de Alain
Resnais– para sentir lo que Dominique Gonzalez-Foerster siente cuando trata de
transformar un espacio que parece condenado a no cambiar nunca; Dominique
Gonzalez-Foerster fue a Taipéi y lo transformó.
Y hasta aquí, supongo, un por qué me gusta Enrique Vila-Matas.
Patricia L.D.
domingo, 31 de octubre de 2021
LOS AUTONAUTAS DE LA COSMOPISTA o UN VIAJE ATEMPORAL PARÍS-MARSELLA
En Los autonautas de la cosmopista o
Un viaje atemporal París-Marsella, Carol Dunlop y Julio Cortázar nos
cuentan un viaje que hicieron en su Volkswagen roja, bautizada con el nombre de
Fafner, por la autopista París-Marsella durante un mes. Decidieron que ya no
había que perder el tiempo en obligaciones banales, en todo aquello que si una
lo piensa detenidamente, no significa nada, pero que si nos descuidamos un
poco, puede llegar a ocupar prácticamente toda una vida, como le pasó a Iván,
el personaje de esa novelita tan maravillosa que es La muerte de Iván Ilich, de
León Tolstói (Julio Cortázar consideraba esta nouvelle una de las mejores historias que había leído).
En su diario de ruta escriben Carol y Julio: no vivir su vida en lo que tiene de más real
es un crimen, no sólo con respecto a uno mismo, sino a los otros. Carol
& Julio son los autonautas de la cosmopista y también unos utopistas. Ellos se embarcan en
esa autopista para construir la suya propia, una paralela a la que recorren a
toda velocidad los coches. Deciden ir a otro ritmo, sin prisa: parando en cada
uno de los paraderos que hay en todo el trayecto. Solo unos pocos kilómetros al
día, quince o veinte minutos de carretera en su ya viejo dragón rojo Fafner.
En su viaje encontrarán
de todo. En algunos paraderos les encantaría
pasar más días, en otros marcharse inmediatamente, pero como buenos
exploradores lúdicos, siguen unas reglas –una de ellas es dos paraderos por día
–e intentan saltárselas lo menos posible: no trampear más de la cuenta. Allí
viven sus aventuras con los que se les acercan curioseando, con los perros y
niños más asilvestrados, con la naturaleza que se encuentran traspasando alguna
valla.
Dejaron algunos testimonios
fotográficos de esta aventura. De Julio y Carol haciendo de una simple autopista
un mundo alterno, lleno de posibilidades; a veces les vemos trabajando con sus
máquinas de escribir, otras divertidos, como la de Julio con un cono de tráfico
sobre la cabeza, con amigos que les visitaron para llevarles algo de comida,
para conversar, para pasar el rato. Me quedo con unas palabras de ánimo que no vienen
nada mal para todos los que busquen aventuras paralelas a las de ellos: con la esperanza, oh paciente acompañante de
estas páginas, de que nuestra experiencia te haya abierto también algunas
preguntas, y que en ti germine ya el proyecto de alguna autopista de tu
invención.
¿No estaban creando los dos con su
escritura una autopista que nos pondría en contacto aquí y ahora con ellos?
Lo que en estos días cuenta más para nosotros, la BBC de
Londres que hora tras hora nos da su versión de la guerra de las Malvinas. Y
de esa guerra, ya se habrá comprendido, no queremos ni podemos escaparnos.
Cuando usted lea esta
página, las noticias de esta tarde serán ya un mero gajito en la inmensa
naranja del tiempo, cosas y cosas habrán sucedido. Otra guerra arderá en otros
horizontes, etcétera.
Quién sabe, igual dentro de años y
años alguien entre a este blog y lee este pequeño post: y otros virus pulularán
en otros horizontes, etcétera.
miércoles, 27 de octubre de 2021
Un tren y una fábrica de chocolate
¿Quieres decir que nunca te he hablado del señor Willy Wonka y de
su fábrica?
Charlie y la fábrica de chocolate, Roald Dahl
La llegada del tren
Tres siglos después de que Felipe II merodease por El Escorial en
busca de un lugar donde plantar su Monasterio, unos empresarios españoles y de
varias nacionalidades europeas, constituyen La Compañía de los Caminos de
Hierro del Norte de España, con el objetivo de construir el tendido ferroviario
que uniría Madrid con Irún.
La fábrica de chocolate
Llegó el tren y con él la primera
construcción: la azucarera refinadora, puesta en marcha en 1865 por Rafael
Taboada y de la que no se sabe si llegó a refinar nada, cerrándose en 1874 por
problemas financieros. Es entonces cuando aparece el ya afamado chocolatero
Matías López y López (Sarria 1825- Madrid 1891)
interesándose por ella; en ese año estaba buscando un edificio que
estuviese bien comunicado con Madrid y otros lugares de España, lo
suficientemente amplio para abastecer la demanda de sus populares chocolates,
con sus cilindros, mezcladoras y refinadora. Además necesitaba espacio para
crear alrededor instalaciones accesorias, como las viviendas para los
trabajadores, atención médica, escuelas, jardines y la cooperativa que fundaría
de alimentación de obreros –la cope la llamaban todos– para que obtuvieran los
alimentos a un precio más bajo.
El chocolatero gallego llegó a los quince años
a Madrid, y ahora con experiencias, medallas y un montón de ideas, llega a la
estación de El Escorial donde se encuentra con un pueblo de apenas doscientos
habitantes.
Empezaron a aparecer familias de
todas partes y en 1875 ya está la fábrica de chocolate funcionando. A lo largo
de la década de 1880, la industria escurialense expende unos 7360 kilos de chocolate diarios. Quizá
de ahí el título tan evocador –casi tanto como Qué verde era mi valle, de John Ford– del catálogo del
historiador Gregorio Sánchez Meco, Cuando El Escorial olía a chocolate: un catálogo que surge a raíz del Taller de Historia de El Escorial que se realizó hace años, con el objetivo
de traer al presente el pasado vivido por los mayores.
Cuentan que de ese curso salió
mucha información, como salían bombones, tabletas y otros dulces en su día, y
entre conversación y conversación
siempre se colaba la fábrica de chocolates de Matías López, acordándose entre
todos los vecinos la recuperación de recuerdos –a través de historias contadas,
objetos, fotografías, carteles, etc.– con el fin de elaborarlos, difundirlos y
no perderlos. Ese catálogo es el que me
ha permitido hacer esta breve excursión al pasado. Pueden consultarlo en las
bibliotecas municipales de El Escorial y de San Lorenzo de El Escorial.
Con el tren y la fábrica también llegó
el mundo de la publicidad, con Antes y
después del chocolate Matías López, obra del pintor madrileño Francisco
Javier Ortego y Vereda, conocido por sus mordaces críticas a la corona, del que Matías López era gran admirador. Se
trata del primer cartel destinado a la promoción de un producto en este país.
Un cartel por el que Ortego y Vereda cobró ocho pesetas. A partir de 1875 la
marca incorporó dicho cartel al producto que fue bautizado por los consumidores
como Los gordos y los flacos.
En 1891, tras la muerte de su
fundador, la dirección de la fábrica pasó a manos de sus herederos. Fueron
varios los problemas que atravesó en los siguientes años, y poco a poco fue
decayendo y perdiendo su prestigio y actividad, cerrando finalmente en 1962.
Hasta esa fecha, muchas personas fueron las que entraron como aprendices y no
se fueron hasta su jubilación.
En el 2014, un tataranieto del
fundador recuperó el producto. Hace tiempo todavía podían comprarse las chocolatinas
en la pastelería Delys de El Escorial y en La Carpetana de San Lorenzo de El Escorial.
Pastillas y bombones, ¡cuántas emociones! ¡cuántos recuerdos! ¡cuánto cariño tuvo mi gente a su fábrica!
Patricia L.D.
domingo, 23 de mayo de 2021
ELOGIO DEL BANCO
Aun sabiendo que todo perece,
debemos construir en granito
nuestras moradas de una noche
Nicolás Gómez Dávila
Me gusta pasear y encontrarme con
personas que porque sí, se sientan en un banco. Se permiten detenerse,
demorarse y admirarse todavía por las cosas que tienen a su alrededor. Se
detienen para detener el mundo o para ponerlo en marcha de otra manera. Para abrirse,
si surge, a la confidencia y a la intimidad. Frente a las prisas, las
distancias y lo utilitario: la lentitud, lo próximo y gratuito.
En un documental sobre Jim Jarmusch
una voz introduce su filmografía así:
Una
calle vacía
Una
silueta solitaria
Alguien
que espera
Un
diálogo que se rompe
Un
suspiro, una mirada, una risa desencajada
El
silencio
Podrían ser las líneas escritas por
cualquier transeúnte que sufre lo que llamaré simpatía por los bancos, que
las anota sin más en su memoria o quizá
en una libreta a modo de poema. ¿Para qué?, preguntarán los pragmáticos; a lo
que ella o él contestará: para nada, me ha venido en gana. Como le ha venido en gana tomar asiento.
También podrían ser esas líneas sobre las películas de Jarmusch las escritas
por un personaje suyo, Paterson, un conductor de autobús y poeta, inspirado en
el poeta, pediatra y ginecólogo William Carlos Williams (1883-1963).
Paterson (2016), Jim Jarmusch
Escribe Olga Muñoz Carrasco, en William Carlos Williams o la presencia del
mundo: la poesía de Williams se nutre pues, como la del conductor en la
pantalla, de la experiencia ordinaria del mundo. Sus versos registran objetos,
paisajes o personas sin intromisiones, en una tentativa radical de
reconocimiento a través de su realidad objetiva.
Podría dedicarme a hacer un
Paterson/WCW y registrar los bancos con los que me voy encontrando. Los
buscaría para ver dónde están situados, qué vistas tienen, si invitan a
relacionarse con otros o a estar sentados solos, si son cómodos, si los habitan
personas mayores, niños, un grupo de amigos o familias. ¿Por qué después del
confinamiento de tres meses precintaron los bancos como si fueran armas
explosivas y sin embargo podías sentarte en una terraza?
Los bancos no son los que más
promueven el consumo, como tampoco el
caminar sin rumbo fijo. Charlar con otros, jugar, leer, sorprenderse con los encuentros,
dejar pasar el tiempo mientras éste deja –casi imperceptiblemente– un resto en
nuestro cuerpo. Algunos lo llaman tiempo perdido. Otros tiempos muertos. Esos
momentos que a menudo en una novela o en un guión se despachan con una elipsis.
Leo –en mi banco –a Hugo Mujica, en La carne y el mármol: no tenemos un cuerpo, somos corporales o más
aún, lo estamos siendo y haciendo. Lejos de ser un sustantivo, la corporeidad
es verbo: es el incorporar, corporizar vivencias que se van plasmando carne,
huellas, latidos… unidad psicofísica que genera al que soy.
Una manera de estar con los otros que
constituye los cimientos –bien asentados
en una pieza de madera, de granito o de metal –para levantar un entre sólo posibilitado en la medida que
nos apartamos de la vorágine de tantas inercias, ruidos, pantallas y
sobreinformaciones que, si nos descuidamos, nos pasan por encima. Y no queremos
cuerpos apisonados.
Sloterdijk cuenta en su primer volumen de Esferas, cómo la existencia del feto en el seno materno sería insoportable sin una capacidad para desatender la cantidad de ruidos que le llegan, como pueden ser los provocados por la digestión de la madre o los sonidos del corazón, que para él serían equiparables a los de una obra en la que se trabaja noche y día o a la de un bar lleno de gente hablando. Quizá tendríamos que recuperar –si es que la hemos perdido –esa capacidad para discernir tonos.
Seguir el consejo de Jane Jacobs en Vida y muerte de las grandes ciudades:
mirar y escuchar las ciudades reales; fijarnos en lo que nos rodea. Aunque sea
un simple banco. Y dejarlo latir, porque de ese latido quizá dependa nuestro
bombeo.
Si hay un fondo ético en la tarea estética es justamente por ese motivo:
todo lo que hagamos por aumentar el número de lugares hospitalarios, de lugares
en donde se pueda respirar, en donde se pueda transitar, entrar y salir sin
necesidad de identificarse, todo lo que hagamos será poco.
Nunca fue tan hermosa la basura, José Luis Pardo.
PATRICIA L.D.
sábado, 22 de mayo de 2021
ESTELA DE LIBROS
Una de
las mejores noticias que nos podían dar: las Bibliotecas Públicas de El Escorial y
de San Lorenzo de El Escorial, están ofreciendo desde hace algunos meses el préstamo
intercentros. Un servicio que permite a los usuarios solicitar libros desde
estas bibliotecas a otras. Si quieres leer un libro que no tienen en tu
biblioteca más cercana, y por ejemplo, sí lo tienen en la de Torrelodones o
Alpedrete, se encargan de traértelo. En unos días el libro llega, te avisan y
vas a por él. Lo más parecido a escribir una carta a los Reyes Magos.
Yo lo estrené con un libro descatalogado de
Peter Handke, Ayer, de camino:
anotaciones de noviembre de 1987 a julio de 1990. Un libro del que solo hay
dos ejemplares; uno en la Regional de Madrid Joaquín Leguina, no prestable a
domicilio, y el que ya está sobre mi mesa, que ha llegado de la Municipal de
Robledo de Chavela. Ahora mismo siento como si tuviera un animal en extinción
en casa, al que tendré que cuidar durante un mes.
Me
gusta pensar en este servicio público como un organismo vivo. Desde que me
pongo en marcha para recorrer el
kilómetro y medio que me separa de la Biblioteca de San Lorenzo, o los dos y medio que tengo hasta la de El Escorial,
para luego pedir el papel y rellenar la solicitud. Más todo lo que esos
movimientos generan: el movimiento de las bibliotecarias, la petición llegando
a su destino, la bibliotecaria de allí que va a buscar el libro en la
estantería, empaquetarlo, enviarlo: y entonces todos esos libros, ya en
circulación, atravesando Madrid. Esa estela que habrá en estos momentos de
miles de páginas de un lugar a otro, quizá cruzándose en algún punto esa autora
con aquella otra, haciendo su recorrido para llegar a las manos de esa persona que, un
poco más tarde, bien en la sala de lectura o bien en su casa, les dará también
voz. Imagino todas esos pasos dibujados
en un mapa mental, como si fueran los Trazos de una Canción de los que nos
habló Bruce Chatwin.
No
quiero imaginar el día que todo eso desaparezca: el día en el que el libro sólo
obedeciese a un clic. Todavía asocio al libro a lo tangible, no sólo por su
materialidad, sino por ese ponerse en camino, que me lleva a relacionarme con
todo lo que se va abriendo paso hasta llegar a la biblioteca, esa barra libre
de letras, y hablar con las bibliotecarias y compartir esos libros, diseminados
por unas bibliotecas y otras, con otros lectores.
En la
portada del libro de Peter Handke, aparece el escritor caminando, llevando en
una mano varios libros. Me parece una
imagen que contiene de alguna manera un deseo: Ayer, de camino: ojalá, mañana también.
Esperemos que no nos vuelvan a dejar sin este servicio.
martes, 22 de septiembre de 2020
La vida simple, Sylvain Tesson
Sylvain Tesson (París, 1972), escritor y viajero,
decidió realizar un viaje que a diferencia de los anteriores le
obligase a quedarse largo tiempo en un mismo lugar. Para ello eligió una cabaña
al norte de la reserva natural de Baikal-Lena, en el sur de Siberia. Duración:
Seis meses. Cada mes da lugar a un capítulo: Febrero-el bosque. Marzo-el tiempo.
Abril-el lago. Mayo-los animales. Junio-los llantos. Julio-la paz. Seis meses
en los que irá anotando en el diario su experiencia allí. Como sabía ya antes de
marcharse que iba a pasar mucho tiempo en la cabaña y que habría momentos de
vacío, se equipó de un buen surtido de textos, p.26: cuando uno desconfía de la pobreza de su vida interior, hay que llevar
buenos libros: con ellos siempre se podrá llenar el vacío. La lectura de esos libros dará lugar a
reflexiones que se mezclarán con lo que él vive en ese entorno. Aparte de su
adorado Walt Whitman, y un sinfín de escritores, están algunas guías naturalistas que le
servirán para aprender los nombres de pájaros, plantas e insectos y así, al
nombrarlos, de algún modo dar las gracias a todo lo que le acoge durante ese
tiempo. Nombrar a cada ser que le recibe como muestra de cortesía. En
este bosque aprenderá a disfrutar, gracias a la soledad y del tiempo del
que dispone, del goce de las cosas. Lo que no sé si para descubrir esto es
necesario marcharse a un lugar lejano y con ciertas condiciones un tanto
extremas: como esas bajas temperaturas que sobrelleva con una estufa de hierro
bien alimentada de leña, y el suplemento para el cuerpo de sorbos de té y litros de vodka. Eso sí, el escenario es más llamativo
por diferente.
Su objetivo: Simplificar la vida. Sobriedad.
Dejar todas las demandas de la ciudad aparcadas, olvidarse del resto del mundo
y dedicarse a la contemplación y a las actividades esenciales como tener calor,
comida y bebida. Sylvain Tesson ni es el primero ni será el último, sólo otra
variación del personaje cansado de todo que decide retirarse, y demostrarse que
es posible vivir de otra manera. P.36: Leer,
sacar agua, cortar leña, escribir y servirse té se vuelven liturgias. P.40:
El lujo del ermitaño es la belleza. Su
mirada, dondequiera que la pose, descubre un esplendor absoluto.
La figura que cree encarnar Sylvain es la
del ermitaño, que se mantiene aparte, en un amable rechazo. Se parece al convidado
que, con un gesto suave, rechaza un plato. Si la sociedad desapareciera, el
ermitaño proseguiría su vida de ermitaño. El ermitaño no se opone, se casa con
un modo de vida. No denuncia una mentira, busca una verdad. Es físicamente
inofensivo y se lo tolera como si perteneciera a un orden intermedio, una casta
media entre el bárbaro y el civilizado,
pp.126-127. A diferencia de un místico que trata de desaparecer, el
ermitaño lo que quiere es reconciliarse con el mundo. Regresar a una vida más
sencilla, sin el constante flujo de estímulos que tiene en la ciudad y que al
ser absorbido por ellos le impiden el
goce de lo simple. P.40: La cabaña es un laboratorio. Un alambique
donde precipitar los deseos de libertad, de silencio y soledad. Un campo
experimental donde inventarse una vida a marcha lenta. Los animales, el
viento, el sol, las tormentas, las relaciones con unas pocas personas en las
que no es obligatorio estar diciendo algo constantemente…
Sylvain Tesson, será un ermitaño durante
seis meses, apartado de la sociedad en la que vive, para luego volver a ella y publicar
su experiencia, que consiste en contrastar lo que allí ha vivido con lo que se
vive en la urbe. Un tiempo lento frente a un tiempo frenético. Un mundo que te
exige contestar a todas sus llamadas y preguntas frente a otro en el que predomina el silencio sin apenas interlocutores. Un
borrarse temporal para luego hacerse otra vez visible. ¿Contradicciones?: lo valiente sería mirar las cosas a la
cara: mi vida, mi época y lo demás. La nostalgia, la melancolía, la ensoñación
dan a las almas románticas la ilusión de una huida virtuosa. Pasan por medios
estéticos de resistencia a la fealdad, pero no son más que la máscara de la
cobardía. ¿Qué soy? Un cobarde, abrumado por el mundo, recluido en una cabaña
en el fondo de los bosques. Un poltrón que se alcoholiza en silencio por no
atreverse a asistir al espectáculo de su época ni visitar su conciencia caminando
por la playa. P.153
Ya casi al final, p.226: es
bueno saber que en un bosque del mundo, allá lejos, hay una cabaña donde algo
es posible, situada no muy lejos de la dicha de vivir, y recuerdo El libro de la
almohada, de Sei Shonagon, un diario en el que esta escritora japonesa del
siglo X iba anotando las pequeñas cosas de la vida, esas que suelen pasar
desapercibidas hasta que las encontramos
atendidas por alguien que sí tuvo la delicadeza necesaria para apreciarlas, y a
las que supo darle palabras. Pienso también en muchos gestos, en muchas
personas con las que afortunadamente nos encontramos día tras día en las calles
por las que transitamos: quiero creer que LO POSIBLE ESTÁ AHÍ. Que por mucho
que nos apetezca en algunos momentos escapar, mejor que nuestra mirada no quede
recluida en ninguna cabaña remota; que sepa encontrar esa dicha de vivir, aquí
y ahora y entre todos. Por lo menos hay que seguir intentándolo.
Patricia L.D.
sábado, 19 de septiembre de 2020
Caminar, por William Hazlitt y Robert Louis Stevenson.
Caminar recoge dos textos de dos grandes caminantes: De las excursiones de a pie, de William Hazlitt (Maidstone, 1778-Londres, 1830) y Caminatas, de Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850- Vailima Upolu, Samoa Occidental, 1894). Dos ensayitos de dos personas que elogian –sin ninguna grandilocuencia- el placer de caminar a solas, incluso en el caso de Hazlitt, de dejarnos también a nosotros mismos, durante ese tiempo, un poco olvidados. De ahí que si hay algún encuentro en nuestra salida, mejor que sea con un desconocido que con un amigo. Alguien que no sepa nada de nuestra vida ni nosotros de la suya, y de esta manera, dejarnos ser, sin más. Hazlitt, pp.49-50: No asocio nada a mi compañero de excursión, sino los objetos presentes y los acontecimientos del momento. En su ignorancia de mí y de mis asuntos, de algún modo hace que me olvide de mí mismo.
En estas excursiones a pie todo lo que implica la ciudad se olvida.
Como Stevenson olvida en su caminar el reloj, el paso de las horas, el tic tac
dichoso, tan incorporado en nuestra rutina. Menciona al poeta Robert Burns
(1759-1796) y cómo éste al pensar en los placeres
pasados, recordaba especialmente aquellas horas en las que se hallaba <<pensando
felizmente>>. Un pensar feliz que al parecer de Stevenson sería difícil
de comprender por el hombre moderno constreñido
a todo su alrededor por relojes y campanas, y perseguido, incluso por la noche,
por encendidas esferas numeradas, p.97. Me he apuntado esa idea del pensar feliz porque atrapa muy bien el
ánimo con el que una se encuentra cuando sale a caminar por el campo. Esos días
en los que no hay relojes de por medio- ¡tengo prisa! ¡tengo prisa! – parecen estirarse,
medidos como señala Stevenson, únicamente por el hambre y por el sueño. Y por
cierto, que qué bien sabe todo lo que aparece en el plato después de una
caminata, y qué gusto al tumbarse en la cama.
<<Pensar feliz>>. También aparece en Hazlitt, p. 48-49: estas horas son sagradas para el silencio y la meditación, para ser atesoradas en la memoria y alimentar en adelante la fuente de pensamientos felices. <<Pensar feliz>>: tanto al caminar como al leer los dos textos que nos ocupan. Los libros que he leído sobre la melancolía están escritos todos bajo el embrujo de ésta; de la misma manera, al leer a Stevenson como a Hazlitt sobre el caminar, en estas páginas tan bien iluminadas por las ilustraciones de Juan Palomino, sentimos que están llenas de un pensar alegre, provocado por eso mismo de lo que hablan. Una alegría que seguramente traslucía en ese amigo de Stevenson que fue tomado por un lunático sólo porque brincaba al caminar como un niño. De los beneficios del caminar en todos los sentidos también se han publicado algunos libros, pero si ya tienen la costumbre de echarse a la espalda la mochila y salir a caminar, lo sabrán sin más. Sentirse como un niño puede que tenga que ver con lo que dice Hazlitt, p.50: perder nuestra importuna, tormentosa e imperecedera identidad personal en los elementos de la naturaleza y convertirse en criatura del momento (…) Dejamos de ser esos trillados lugares comunes que parecemos ante el mundo.
Nadie mejor que el propio Stevenson para animarles a leer el texto de Hazlitt, p.85: De las excursiones a pie, un texto de tanta
calidad que tendrían que penar con un impuesto a todo aquel que no lo haya leído.
Lean y caminen, tendrán pensamientos felices como los de Hazlitt y Stevenson.
Este texto también fue también publicado en el blog colectivo A leer que son dos días.
sábado, 14 de febrero de 2015
Las páginas del mar, de Sergio Martínez.
Las páginas del mar Sergio Martínez Grijalbo 632 páginas 20,90 Euros 9,99 eBook |