martes, 7 de septiembre de 2010

Sostiene Pereira


Aquella fotografía se la había hecho él, en mil novecientos veintisiete, había sido durante un viaje a Madrid y al fondo se veía el perfil macizo de El Escorial.
Antonio Tabucchi, Sostiene Pereira

domingo, 5 de septiembre de 2010

De Henry Miller a Proust

Porque hay libros que nunca terminan. Porque prenden y nunca se apagan. Porque te queman pero no quieres que te echen agua. Porque te asalta la necesidad de coger un lapicero. Porque parece que te roban, aunque te dan. Porque crees que van dirigidos a ti, pero van dirigidos a todos. Porque todos empezamos a mirar a través de sus mundos. Porque hacen mundo. Porque necesitas comunicarlo. Porque después quieres gritar. Y se lo escribes a Anaïs Nin. Y le pides opinión: lo que me interesa de manera vital es la reacción de una mente femenina. Y no recuerdas si te contestó o no. Pero da igual. Sigues copiando y  copiando y le sigues enviando párrafos del libro, de ese libro. ¿Siente lo mismo que tú? y hoy es Proust, y mañana es Cendrars, y pasado será Hamsun. Y te sientes primo de Dostoievski. Y mezclas unos con otros. Y qué más da. Te llevas las manos a la cabeza con desesperación, ¿y qué escribo ahora yo? Ellos parecen haberlo dicho todo. Te paralizas, te bloqueas. Pero luego sigues hacia delante. Sigues. Adelante, porque está muy bien que existan ellos, pero también que existas tú. Y escribes, divagas, te pierdes, te vuelves a encontrar, pero no, prefieres las digresiones. Y te dices que un escritor puede desconcertar a una psicólogo. Y que además es el escritor más psicólogo que el psicólogo: el escritor no da respuestas. Mantiene el drama, el misterio, el esquema indescifrable es lo vital. Y retomas a Proust. Siempre Proust. Y te hubiese gustado leer el guiño que le dedicó Alan Pauls. Pero ya estabas muerto. Y ahora, en tu muerte, te llega aquella carta que le enviaste a Anaïs. La vuelves a abrir. En el cielo hay ángeles-carteros. El sello es de una ciudad desconocida. Lo abres. Te descubres. Te lees de nuevo. Te acuerdas, sí, de aquella carta que escribiste y decides ir a la biblio-celestial y volver a coger En busca del tiempo perdido. Ni allí, en el cielo, se termina Proust, ni allí se apaga, ni allí quieres que echen agua. Pero antes relees la carta, tus propias grafías. Ha pasado tiempo, pero sigues pensando lo mismo:

Lo que me ha ocurrido después de leer a Albertine es que estoy en llamas. Es todo lo que puedo hacer para no subrayar cada línea. Este hombre parece quitarme las palabras de la boca, robarme cada una de mis propias experiencias, sensaciones, reflexiones, introspecciones, sospechas, tristezas, torturas, etc, etc.

Me pregunto a mí mismo: ¿soy el único que experimenta esto o se trata de un sentimiento general que se produce en todos los que devoran con avidez el texto de Proust? En este libro, recuérdelo usted, soy poco consciente -muy poco- de las belleza de su lenguaje, de los matices y demás. El contenido es lo que me asalta, y el sentimiento. No puedo dejar de repetirlo: es como si lo hubiera escrito para mí personalmente. Y por ende me pregunto con verdadera perplejidad qué obtienen los demás de esta obra, qué comprenden aquellos que no han saboreado esas particulares experiencias. En lugar de estar ahíto por la excesiva acumulación de detalles, por las repeticiones con variaciones que Proust emplea con tanta habilidad, estoy fascinado y temeroso del final inevitable, no puede haber final, por cierto, dado el tratamiento que utiliza. Es tan ilimitado como el universo mismo.
 
P.L.