sábado, 14 de diciembre de 2013

SOLO, de AUGUST STRINDBERG.


Solo, de August Strindberg.
El Cobre Ediciones. 
Edición y posfacio de Alejandro García Schnetzer.
Traducción de Graciela Arancibia.
136 páginas. 12 Euros. 


Ya abrí Solo de Strindberg. Ya lo abrí y lo leí. Lejos queda la lectura de su Inferno, no su recuerdo. Solo también es una obra autobiográfica, pero a diferencia de Inferno, mucho más pausada: nos encontramos a un Strindberg menos agitado. Un Strindberg que pasea (sí, en la búsqueda que he emprendido de seres paseantes, en Solo he encontrado a otro) al ritmo de las estaciones del año: Después de muchas demoras, finalmente llega la primavera, y qué fiesta es caminar bajo los tilos esa primera mañana, cuando las hojas acaban de salir (…) Antes era empujado por el frío y el viento; ahora puedo tomarme mi tiempo, caminar lentamente e incluso sentarme en un banco (p.70) y también al ritmo marcado por su soledad: Para vivir en soledad, antes que nada debes llegar a un acuerdo contigo mismo y con tu pasado. Una larga y ardua tarea, una completa educación en la conquista de uno mismo. Pero no hay estudio más gratificante que el comenzar a conocerse, si tal cosa es posible. (p.41)

            Un estudio al que le ha ayudado mucho la lectura de su querido Balzac, de todos y cada uno de los volúmenes que forman La comedia humana: hasta que los hube terminado todos no me di cuenta de lo que había sucedido. Me había encontrado a mí mismo, y pude hacer una síntesis de todas las antítesis hasta ahora no resueltas de mi vida. Y al ver a la gente a través de sus binóculos había aprendido también a contemplar la vida con los dos ojos, mientras que anteriormente lo había hecho sólo con uno, como a través de un monóculo. (p.41)
           
            Cómo le gusta observar a Strindberg y cómo me gusta leer sus observaciones acerca de las personas con las que se cruza, esas personas a las que busca para escabullirse, aunque sea durante unas horas, de su soledad. Cómo observa con atención minuciosa su nueva casa, su cama, el escritorio, el balcón, las vistas a su alrededor. En la última entrada que escribí en este blog recreé el momento en el que el premio Nobel, Elias Canetti, cogía siendo niño un hacha y perseguía a su prima Laurica con la intención de matarla. A Strindberg también le causó una gran impresión el ver desde su ventana –gracias a un telescopio –a una niña de diez años con un hacha en sus manos: ¿Un hacha en la mano de una niña? Ahora, ¿cómo podían armonizar esas dos cosas? Algún secreto se me escapaba: algo siniestro, desagradable. (p.75). Si para Strindberg es lo más natural del mundo comprender que si vemos a un niño cerca de unas piedras y un río, al final el niño terminará cogiendo esas piedras para lanzarlas al agua, lo del hacha le desconcierta. Y es que mucho antes que Hitchcock, Strindberg sabía que el suspense está a la vuelta de la esquina, o como muy bien nos mostró el maestro del suspense en La ventana indiscreta, al otro lado de la ventana.

            A Strindberg no sólo le vemos mirar desde su ventana, también en sus paseos contempla esas casas en las que han dejado las persianas bien arriba, observando, el cotilla, el interior de una habitación en el que varias personas están reunidas: Nunca había visto el aburrimiento, el hastío, el cansancio de la vida tan resumidos como en esa habitación. (p.63-64)

            Me encantan estos libros en los que la vida va transcurriendo a golpe de observaciones, de paseos, al ritmo de las estaciones. Leer Solo de Strindberg es dejar a un lado el ruido, la rapidez con la que parece ir todo. Alejandro García Schnetzer nos cuenta que Nietzsche consideró a Strindberg un <<hermano espiritual>> (p.124); también que Zola quedó muy impresionado con la lectura de la obra de Strindberg El padre y le escribió una carta: su trabajo es una de las raras obras dramáticas que me han conmovido profundamente. (p.124) Y Thomas Mann lo consideraba un visionario: <<el primero en todo>>. (p.126).
           
                 Elias Canetti  recordaba en La lengua salvada cómo Strindberg se convirtió en el autor predilecto de su madre: durante el tiempo que vivimos en Viena siempre se le saltaban las lágrimas al mencionar a Strindberg, y solo en Zúrich llegó a acostumbrarse tanto a él y a sus libros que podía pronunciar su nombre sin excesiva agitación.  

            Nietzsche, Zola, Thomas Mann, la madre de Canetti disfrutaban leyendo a Strindberg. Y Strindberg disfrutaba leyendo a Balzac, a Goethe, del que obtiene gran deleite por su percepción alegre. Más allá de las crisis matrimoniales, de la manía persecutoria que padeció, me gusta verle en Solo por todo lo que he dicho, tan plácido,  divagando acerca del escritor del Fausto y sobre Schiller, ese poeta del que alguien me dijo que le parecía muy guapo: como si el poeta fuera una estrella del cine que al salir de los rodajes le diese por estudiar a Shakespeare, Kant y Voltaire.
           
            Cuántos nombres en esta entrada, cuántas ganas de seguir leyendo, y a la vez, que sensación al mencionar los nombres de Kant, Schiller, Strindberg de Universo tan lejano del nuestro, como si todo fuera un cuento que pasó hace mucho tiempo… 


Pero necesito que me lo sigan contando.

Patricia L.D.


August Strindberg (Estocolmo, 1849-1912) fue maestro de escuela, actor, telegrafista, bibliotecario, pintor, alquimista y escritor de fama. Su dilatada producción suele dividirse en dos periodos: uno naturalista, que supo elogiar Zola, y otro expresionista, que admiró Nietzsche. El padre (1887), La señorita Julia (1888), Danza macabra (1900) y Espectros (1908) figuran entre sus dramas más aplaudidos por el público y por la crítica, que lo consideró el padre del teatro moderno. Su obra narrativa incluyó novelas, poemas, sátiras, ensayos y narraciones breves. El hijo de la sierva (1886), La plañidera de un loco (1888), Inferno (1897) y Solo (1903) fueron la cima de sus trabajos autobiográficos.
            

sábado, 30 de noviembre de 2013

HISTORIAS DE UNAS MANOS. TRES AUTOBIOGRAFÍAS.

Tengan un poco de paciencia y acompáñenme –en esta máquina del tiempo improvisada –a Cambrils, año 1909. ¿Ven a ese niño de cinco años que está sentado en el sillón, en esta habitación repleta de juguetes? Sí, está vestido como un rey, con su capa de armiño y su corona doradísima. Justo ahora está presionando con las manos sus pequeños párpados, para visualizar esas imágenes que tanto le gustan: primero unos huevos fritos (sin sartén) y unos relojes a punto de derretirse. A continuación se ve –cómo no –a sí mismo, junto a un amigo, paseando los dos por el campo. Están atravesando un puente sin barandas. Mientras él camina, ayuda a avanzar al otro, que va en triciclo, y de repente, se le ocurre una idea muy brillante, así es de original.
            Gira su cara para ver si viene alguien, y al comprobar que sólo ellos dos están en ese paisaje, decide darle un empujón al niño del triciclo que cae cinco metros rodando. Nuestro pequeño rey mira hacia abajo, sonríe, y corre a su casa para contar lo que ha pasado: ¡el niño se ha caído! ¡el niño se ha caído!
            Mientras el niño dolorido está tumbado en su cama, nuestro rey con pantalones cortos se encuentra en la planta de abajo, en una mecedora balanceándose una y otra vez, una y otra vez, qué bien se siente. Observa desde su privilegiada posición como bajan dos muchachas con jofainas llenas de sangre. Pero él está de buen humor, en esa mecedora adornada con labor de crochet que cubre el respaldo, los brazos y el almohadón del asiento, mientras él se lleva unas cerezas a su boca rosada. También la labor está adornada con gruesas cerezas de terciopelo. Qué bonito, cómo se gusta y cómo le gusta todo.
            Le vemos coger el camino de regreso a su casa, lleno de gozo, contemplando el contraste de los colores del campo, ¿no ven lo hermoso que es todo? Llama a la puerta y una vez dentro grita: ¡Estoy aquí madre! ¡Que me traigan mi traje de rey!
            De nuevo en su habitación, vestido de rey, alcanza con sus manos el cetro que hay junto al sillón.
(…)
Viajemos ahora al 1910, esta vez a Rustshuk, Bulgaria. Otro niño de cinco años está sentado sobre su cama, en una habitación más modesta que la anterior: una cama, una mesita y una lámpara. Mira fijamente el papel de la pared, los numerosos círculos oscuros de su dibujo. Está moviendo su boca, dando vida a diversos personajes que parece observar, animándolos con su voz. Cierra la boca y sigue mirando. Hasta que sus ojos se quedan fijos y vemos que ahora aparece en un patio fuera de la casa, jugando a la pelota solo. Llega una niña, un poco mayor que él con un montón de cuadernos. Él sale corriendo hacia ella, le pregunta qué tal en el cole, qué es lo que has aprendido hoy, ¿te han leído cuentos? La niña empieza a contarle y él se muere de gusto con lo que escucha de boca de su prima, que ya está aprendiendo a leer y a escribir.
            La niña abre uno de los cuadernos y el pequeño queda fascinado con todas esas letras llenas de tinta azul. ¿Observan cómo acerca su mano para tocarlas? Pero la prima se adelanta a los deseos del pequeño y cierra de golpe el cuaderno. Que se entere que le han prohibido enseñarlo, que nadie más –sólo, sólo ella –puede tocarlo.
            El niño le pide cariñosamente que le deje señalar las letras con el dedo, sin tocarlas, y preguntar al mismo tiempo qué significan. La niña le deja, le responde diciéndole el significado, pero el niño nota que lo dice con titubeos y le grita: ¡No lo sabes! ¡Eres una mala alumna!
            Al día siguiente se repite la misma historia. Le pide que le deje los cuadernos. Que pueda ver lo que hay escrito.
            Ella los saca y los contempla sin que el niño pueda ver las letras: ¡Eres demasiado pequeño! ¡Eres demasiado pequeño! ¡Aún no sabes leer!
            Sale disparada hacia un muro y ahí los deja, fuera del alcance del niño, que aunque salta y salta no consigue llegar.
            El niño furioso va al patio de la cocina, agarra con sus manos bien fuerte el hacha de cortar la leña. Regresa donde está ella: ¡Agora vo matar a Laurica! ¡Agora vo a matar a Laurica! Y ella sale corriendo dando gritos, chillando como una loca.
            El abuelo va corriendo hacia el niño para detenerle. Le quita el hacha de las manos y le regaña.
            El abuelo y otras personas deliberan qué castigo merece el niño.
            Subamos otra vez a la habitación. Sigue mirando el papel de la pared. Entra su madre y él la abraza, apretándola fuerte con sus manos: Pronto aprenderás a leer y escribir. No tienes que esperar a ir a la escuela. Puedes aprender ahora mismo, le consuela ella.
(…)
            Y nuestro último viaje nos exige viajar a otro continente, quizá por unas calles que podríamos llamar de Las Pequeñas Tristezas (como le gustará llamarlas a nuestro protagonista cuando se haga mayor). Estamos en el año 1902, en Nueva York. Él tiene ahora once años. Baja corriendo las escaleras de su casa, para llegar al saloncito de la primera planta. Se encuentra una bicicleta y unos cinco libros. Es el día de Reyes. Con una mano toca el sillín de la bici, pero a los pocos segundos se va directamente a por los libros. Lleva una bata puesta, tiene frío, pero coge uno y se sienta tiritando en el suelo. Lo abre.
            Ahora está junto a su primo de la misma edad, jugando en un parque. Una pandilla se acerca a ellos y empieza a gritarles: ¡sois unos maricas! ¡sois unos maricas! El primo coge una piedra y la lanza al vientre de uno; él también decide coger otra piedra y lanzarla contra el mismo niño. Accidentalmente le da en la cabeza. Cae muerto, y sus amigos se agachan rodeándole. A lo lejos se oye la sirena de un coche policía. Los primos salen corriendo, perseguidos por dos de la pandilla, pero consiguen escapar, han sido más rápidos. Están agotados del esfuerzo.
            Si nos acercamos a casa de su tía, veremos cómo ésta les está preparando a los dos sus rebanadas de pan de centeno, con mantequilla fresca y un poquito de azúcar. Las devoran mientras escuchan a la mujer, con una sonrisa angelical.
            Despidámonos de él donde le dejamos, en la salita, con su bata, y sus manos sosteniendo el libro que tenía abierto.
            Despidámonos de este viaje en el tiempo y volvamos al 2013.

            Todas estas manos, las que empujan al niño del triciclo y cogen el cetro; las que sostienen con fuerza el hacha contra una niña, señalan unas palabras y  abrazan a una madre; así como las que lanzan una piedra y sostienen un libro,  pertenecen respectivamente a Salvador Dalí, Elias Canetti y Henry Miller. Unas manos de niños que sirvieron más tarde para crear unas obras ejemplares. He adaptado a mi antojo estos fragmentos de vida que he encontrado en sus autobiografías porque me parecieron bastante reveladores, y me pareció que se podían poner  en relación unos con otros a través de esas manos.
            El primero lo hallé en Vida secreta de Salvador Dalí un libro que considero una genialidad. Me lo dejaron y al final me lo he comprado, demasiada tentación. Voy por la página 115 y son 430, así que quizá en otra ocasión le dedique otra entrada.
            El de Elias Canetti (premio Nobel de Literatura en 1981) pertenece al primer volumen  de su autobiografía formada por los libros, La lengua salvada, La antorcha al oído y Juego de ojos.  He leído los dos primeros, y de vez en cuando me gusta releer sus páginas. Empecé en 2009 y espero en breve leer la parte que me falta.
            Y el de Henry Miller pertenece a su Trópico de Capricornio.  Henry Miller aparece en todo lo que escribe, incluso cuando escribe sobre otros, así que creo que podríamos considerar todos sus libros autobiográficos. Me parece curioso –lo contó en una entrevista –que padeciera fagomanía, porque cuando le leemos nos da la sensación de ser un hombre con un hambre descomunal de/por todo. Si nunca han leído nada de él recomendaría antes que los Trópicos (Trópico de Cáncer, Trópico de Capricornio) empezar por El coloso de Marusi y sus Cartas a Anaïs Nin o Cartas Durrell-Miller. 1935-1980. ¿Y por qué no recomendar el Trópico de Capricornio que lo he leído tres veces? Pues porque Miller creo que es un caso raro, perteneciente a esa especie que en su autobiografía se pinta peor de lo que es. Así lo dijeron sus amigos más cercanos, como Lawrence Durrell: Debe admitirse, sin embargo, que Miller disfrutaba bastante dando una imagen de sí mismo que sugiere algo entre un fullero, un cow-boy y un payaso; es en realidad su propio fallo si el crítico se atemoriza ante la imagen que presenta de un malhechor despiadado, antisocial e inmoral. Esta vena fáustica en Miller es, sin embargo, una fuente de considerable diversión para sus amigos, que saben que es el más amable, considerado y honorable de los hombres. Ciertamente su generosidad fundamental y su bien corazón le confieren unos rasgos muy poco adecuados para interpretar a Mefistófeles. (Fragmento perteneciente al libro Tres calas en la novela norteamericana del siglo XX, de Bernd Dietz).
            Igual en sus cartas y en El coloso de Marusi vemos otro Miller que nos prepara para el de los Trópicos… Si es que se necesita preparación.
Bon apettit

Patricia L.D.

 Salvador Dalí (1904-1989)
Elias Canetti (1903-1994)
Henry Miller (1891-1980)

viernes, 25 de octubre de 2013

La historia de mi máquina de escribir, de Paul Auster.

La historia de mi máquina de escribir, Paul Auster.
Editoria Seix Barral, 2013.
Ilustraciones de Sam Messer.
Tapa dura.64 páginas.12,95 Euros.

            Utilizo el teclado de mi ordenador portátil Toshiba para escribir una entrada sobre el libro de Paul Auster La historia de mi máquina de escribir, escrito por el autor –cómo no –con la misma máquina a la que se refiere el título y que encontramos retratada por Sam Messer en la portada: una Olympia
           
            En el año 2000, la Olympia y Auster cumplieron veintiséis años de relación, y si las cincuenta cintas que compró el escritor para la máquina, en su papelería de Brooklyn –preocupado por si se quedaba sin las cintas, por si se extinguían – le siguen durando, entonces cuando escribo este post, ellos llevan ya 39 años de convivencia. Una relación que se remonta al año 1974, cuando un antiguo compañero de la Facultad se la ofreció en un momento en el que Auster no tenía dinero para hacerse con una. Desde entonces la máquina de escribir Olympia le ha acompañado a todas partes, y ha seguido en pie sin apenas quejarse por nada (un gritito al arrancarle el hijo de Auster la palanca de retroceso del carro, cambios de cinta, alguna cicatriz, abolladuras…), y sobreviviendo a la llegada –que se quitó del medio a tantas y tantas máquinas de escribir –de los ordenadores. Yo empecé a  parecer un enemigo del progreso, el último pagano aferrado a las antiguas costumbres en un mundo de conversos digitales. p.28-29.


            Esta  Olympia podríamos decir que es una más de la familia –alguien más y no algo –gracias a los retratos que ha hecho de ella Sam Messer, que en cuanto la vio en la casa del escritor se enamoró. Unos retratos que luego le sirvieron a Auster para hacerse más consciente de ella. Nos cuenta: Los cuadros están ejecutados con brillantez, y me siento orgulloso de mi máquina de escribir por haberse constituido en tan valioso tema pictórico, pero al mismo tiempo Messer me ha obligado a ver de otro modo a mi vieja compañera. Aún me encuentro en pleno proceso de adaptación, pero, ahora, siempre que contemplo esos cuadros (tengo dos colgados en la pared del cuarto de estar), me resulta difícil pensar en mi máquina de escribir como un eso. Sin prisa pero sin pausa, eso se ha convertido en ella. p.42.

            Y mientras leemos la historia que ha escrito Auster sobre su vieja amiga y contemplamos las ilustraciones que la acompañan de Messer, empezamos a sentir que esa máquina tiene vida propia.

            Y nos acordamos de una frase de La montaña mágica de Thomas Mann: aquella pieza, que pasaba de generación en generación sin que el tiempo pasase por ella. Y se nos ocurre que quizá esa máquina –como la radio de mi abuela, o los cuatro pequeños volúmenes de El Quijote de mi abuelo –también pase de generación en generación; y seguramente nosotros nos iremos antes que esa radio, que ese Quijote, y que esa máquina de escribir que seguirá ahí cuando ya no estemos, aunque no sabemos si sirviendo con sus teclas para contar otras historias o bien observando toda silenciosa desde algún desconocido lugar.


            Pero sí –y discúlpenme esta debilidad - a veces una cree que ellos tienen vida propia.
 Patricia L.D. 
           
Paul Auster ya apareció por este blog.
            Sam Messer ha expuesto sus pinturas desde 1983. Sus obras se encuentran en numerosos museos y colecciones privadas de todo el mundo, entre ellos el Museo Whitney de Arte Americano y el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Su libro anterior, One Man By Himself: Portraits of John Serl, fue publicado por Hard Press en 1995. Vive en Santa Mónica, California, con su hija, y enseña en la Universidad de Yale. 

sábado, 12 de octubre de 2013

CAMINAR, de Henry David Thoreau.

(…) como si las piernas se hubieran hecho para sentarse y no para estar de pie o caminar, Henry David Thoreau.

 En el  post dedicado al libro de Robert Walser, Diario de 1926, comenté que me gustaría leer sobre el arte de pasear y buscar personajes (ficticios y no ficticios) que le diesen a las piernas. Desde aquella entrada hasta hoy, me han recomendado ya unos cuantos libros. Entre ellos no estaba Caminar de Henry David Thoreau. Caminar llegó en uno de esos paseos tan ramificados que hacemos por Google. Descubrí este breve ensayo y también un artículo en la revista Caimán Cuadernos de Cine (julio-agosto 2013) de Carlos Losilla dedicado a la maravillosa trilogía del director Richard Linklater: Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes del anochecer (2013).

            Sus protagonistas Jesse y Céline (Ethan Hawke y Julie Delpy) sin duda podrían ponerse en aquel collage que iba/voy a hacer de personajes paseantes, junto a Henry David Thoreau, mi abuelo, Robert Walser y Wordsworth: Cuando un viajero pidió a la criada de Wordsworth que le mostrase el estudio de su patrón, ella le contestó: <<Ésta es su biblioteca, pero su estudio está al aire libre. (p.13)


 William Wordsworth (1770-1850)
         
   Y empiezo  con el primer párrafo de Carlos Losilla:

            Pasear también puede ser un acto de subversión. Mientras paseamos, preferiblemente sin rumbo fijo, no trabajamos, no producimos, no consumimos. Rompemos el circuito mágico del capitalismo. Nos negamos a obedecer las reglas. Y, como mucho, podemos hablar con otro, con otra. Charla también insustancial, que no aporta nada a la gran maquinaria económica.


            Fotograma de Antes del amanecer

Del mismo modo que en la primera parte de esta trilogía nos encontramos a Jesse y Céline deambulando por las calles de Viena sin prisas y  sin ningún objetivo concreto, sin aportar nada a la gran maquinaria económica, Henry David Thoreau (1817-1862) camina desviándose hacia los bosques sabiéndose y sintiéndose al margen de los trayectos prefijados e impuestos por la sociedad: Las carreteras se han hecho para los caballos y los hombres de negocios. Yo viajo por ellas relativamente poco, porque no tengo prisa en llegar a ninguna venta, tienda, cuadra de alquiler o almacén al que lleven. Soy buen caballo de viaje, pero no por carretera. El paisajista, para indicar una carretera, usa figuras humanas. La mía no podría utilizarla. Yo me adentro en la Naturaleza, como lo hicieron los profetas y los poetas antiguos, Manu, Moisés, Homero, Chaucer. (p.18)


            A la par que apuesta por pasear por otros caminos alternativos, alejados de los perfectamente señalizados y estratégicamente orientados por las cercas, también apuesta por un pensamiento salvaje frente a otro domesticado: Así como el ganso silvestre es más rápido y más bello que el domestico, también lo es el pensamiento salvaje, pato real que vuela sobre los pantanos mientras cae el rocío. (p.39).
            Dadme por amigos y vecinos hombres salvajes, no hombres domesticados. (p.43)

            Caminar es un alegato hermoso del paseo, del pasear que es en sí mismo la empresa y la aventura del día, del despreocuparse (dejando a un lado el gran número de ocupaciones diarias), aunque reconociendo también que no siempre es tarea fácil: En el paseo de la tarde me gustaría olvidar todas mis tareas matutinas y mis obligaciones con la sociedad. Pero a veces no puedo sacudirme fácilmente el pueblo. Me viene a la cabeza el recuerdo de alguna ocupación, y ya no estoy donde mi cuerpo, sino fuera de mí. Querría retornar a mí mismo en mis paseos. ¿Qué pinto en los bosques si estoy pensando en otras cosas? Sospecho de mí mismo, y no puedo evitar un estremecimiento, cuando me sorprendo tan enredado, incluso en lo que llamamos buenas obras… que también sucede a veces. (p.15).

            Sabemos que a Céline y a Jesse también les llegará el momento (que no es un momento concreto, señalable en un calendario) en el que ya no puedan desviarse, mantenerse al margen de todo aquello que antes aborrecían; momento  en el que ya habrán tenido que  hacer concesiones y seguramente muchos nos sintamos por eso mismo más cerca de ese pasear de Céline y de Jesse que transcurre por Viena, París o por una pequeña ciudad de Grecia que por los que daba Thoreau por los frondosos bosques; no obstante, en ambos paseos, tanto en el de la pareja como en el de Thoreau, apreciamos y se nos contagia, a pesar de las concesiones, a pesar de la dificultad para quitarnos de encima otras cosas, cierto espíritu de rebeldía que nos invita a pasear y perdernos siempre que podamos por las calles del pueblo o de la ciudad, y a dejarnos sorprender todavía por esos callejones que habíamos olvidado por el simple hecho de no haberlos recorrido jamás.

            Igual que empecé, termino con un párrafo del artículo de Carlos Losilla y a continuación con otro de Thoreau y una breve biografía (de la contraportada del libro):
            Y esa circulación constante entre unos pocos cuerpos que rechazan el orden imperante para construirse otro que compartir, es quizá una alternativa a la realidad, una ficción otra, un posible inicio para la revolución.
            Pues seguramente la revolución empieza en la ficción, que no es otra cosa que pensar alternativas para la vida. Carlos Losilla.

            Espero que seamos más imaginativos, que nuestros pensamientos sean más claros, más frescos y etéreos, como nuestro cielo; nuestros conocimientos más amplios, como nuestras praderas; nuestro intelecto, en términos generales, de una escala mayor, como nuestros truenos, nuestros relámpagos, nuestros ríos, montañas y bosques; e incluso que nuestros corazones se correspondan en amplitud, profundidad y grandeza con nuestros mares interiores. p.29

        
    Henry David Thoreau (1817-1862). Ensayista, topógrafo, disidente nato y maestro de la prosa, su auténtico empleo fue, según él se ocupó de recordar, “inspector de ventiscas y diluvios”. Su nombre ha llegado hasta nuestros días ligado a dos libros capitales para el pensamiento individualista y antiautoritario: Ensayo sobre la Desobediencia Civil (1849) y Walden, o la Vida en los Bosques (1854). Caminar (Walkig) fue, sin embargo, en vida de Thoreau, su obra más popular. Concebida como conferencia, y leída en numerosas ocasiones, sólo se llegó a publicar póstumamente. Es, sobre todo, una defensa de un “pensamiento salvaje”, que arroje sobre nuestra conciencia una luz más parecida a la de un relámpago que a la de una vela. Su ironía y el rumbo de vagabundeo que por momentos toman sus reflexiones, hacen de la lectura de este libro algo tan tonificante como un paseo de buena mañana. Y no hace falta que Thoreau nos recuerde que “el aburrimiento no es sino otro nombre de la domesticación.”


Patricia L.D.

domingo, 15 de septiembre de 2013

CURSO VERANO UIMP / SIN NOTICIAS DE GURB, de Eduardo Mendoza.


Hoy voy a colgar una lista elaborada por el escritor Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943). Del 12 al 16 de agosto tuve la oportunidad de asistir al curso que impartió en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Santander (Palacio de la Magdalena) titulado Los libros que hay que leer. Eduardo Mendoza es divertido cuando escribe y es divertido como conferenciante. Era verano, hacía calor, y el ambiente estaba lleno de sonrisas. Allá va la lista:

La Biblia.
La Abadía de Northanger, de Jane Austen.
Memorias de la casa muerta, de Dostoyevsky.
La busca, de Baroja.
Si esto es un hombre, de Primo Levi.
El Quijote, de Cervantes.
Guerra y paz, de Tolstoy.
Anales, de Cornelio Tácito.
Edipo Rey, de Sófocles.
El sur, de Borges.
Las desventuras del joven Werther, de Goethe.
La vida es sueño, de Calderón de la Barca.
Hamlet, de Shakespeare.
La metamorfosis, de Kafka.
Divina Comedia, de Dante.
Cándido, de Voltaire.
Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos.
Moby Dick, de Melville.
La isla misteriosa, de Julio Verne.
El sueño eterno, de Raymond Chandler.
El hombre del traje marrón, de Agatha Christie.
Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
Todo se desmorona, de Chinua Achebe.
Libro de la almohada, de Sei Shonagon.
En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.

Eduardo Mendoza no recomendó ninguno de sus libros (en más de una ocasión nos dijo que si se sentía orgulloso de algo era de su trabajo como traductor) pero V. hace mucho me comentó que se lo había pasado pipa leyendo Sin noticias de Gurb. A. y A., dos compañeros del curso me regalaron por mi cumple el libro, y en pocos días lo devoré. En el año 1990 apareció Sin noticas de Gurb publicado por entregas en el periódico El País y un año después salió a la luz como libro.

            Eduardo Mendoza no comprende el gran éxito del libro, pero el caso es que mi ejemplar es la 44ª impresión. ¿Qué entenderán los que leen el libro –traducido – y no tienen las referencias necesarias como para saber quién es la cantante Marta Sánchez ni lo que representaba en aquella época? Se pregunta. El caso es que como me dijo V. te lo pasas muy bien siguiendo la pista de Gurb. Porque Gurb apenas aparece en el libro, ha desaparecido, y  junto a uno de sus compañeros alienígenas tendremos que emprender la tarea de encontrarle en la Barcelona preolímpica. Gurb se ha transformado en Marta Sánchez, y no sabemos dónde carajo está.

            Novela breve escrita en forma de diario, está dividida en quince capítulos (desde los días 9 hasta el 24). El diario lo va escribiendo ese extraterrestre compañero de Gurb, y en él anotará unas cuantas veces la frase que da título del libro: Sin noticias de Gurb. Hasta que de con él conocerá a varias personas, nuestras costumbres, nuestra sociedad, paseará por esa Barcelona llena de socavones.

            Hace ya días que lo leí y cada vez que pienso en él me sale una sonrisa y  me viene a la cabeza la canción de los bolígrafos Bic pero con Gurb.

Gurb naranja escribe fino
Gurb cristal escribe normal
Gurb naranja, Gurb cristal
Dos escrituras a elegir
Gurb, Gurb, Gurb, Gurb, Gurb


Cuando leo a Mendoza tengo presente la distinción que hacía Bryce Echenique entre el humor cervantino y el humor quevedesco: el primero está ligado a lo sonriente, lo tierno, lo irónico, mientras el segundo es más sarcástico y cruel. Sin duda Eduardo Mendoza,  tanto como escritor como conferenciante se decanta por el primero.


Patricia L.D.

Nota 1: Obviamente la lista se quedó corta pero sólo teníamos cinco días, y entre conferencia y conferencia también fueron saliendo otros libros. Lo que me gusta de Eduardo Mendoza es que sabe desviarse del programa y perderse si es necesario. No obstante, el programa lo vimos entero.
Nota 2: “Sin noticias de Gurb” es un libro que mandan leer a los adolescentes, suele gustarles mucho. 


jueves, 8 de agosto de 2013

DIARIO DE 1926, de Robert Walser.

 La uÑa RoTa, Segovia. Mayo 2013. 80 páginas. 12 euros.

Y después de pasar unos días con Robert Walser en el bolsillo, quería escribir una breve miscadigresión sobre esta lectura, Diario de 1926,  antes de irme a tierras cántabras. 

            Me gusta Robert Walser porque me recuerda a mi abuelo. Como a mi abuelo, a Robert Walser le gustaba mucho pasear, y siempre que lo leo me entran unas ganas inmensas de salir por la puerta, o levantarme del banco en el que estoy sentada y darle a los pies, como hacía mi abuelo y como hacía Walser, que le sobrevino la muerte también paseando. Menciono aquí, en este mismo párrafo, que Robert Walser tiene un librito titulado El paseo, y en Diario de 1926 el narrador da unos cuantos: Hoy he dado un agradable paseíto, breve, mínimo y sin alejarme demasiado, he entrado en una tienda de comestibles y he visto en su interior a una agradable muchachita, de estatura igualmente mínima y porte y actitud visiblemente modestos. p.7

            Según avanzaba en la lectura de este relato breve de extensión razonable p.30, me preguntaba si habrá algún libro que hable sobre el arte de pasear. Busqué en Google pero no encontré nada, o no lo que quería. Páginas que nos hablasen de personas y personajes paseantes. Se me ocurrió que podría hacer un collage con esos personajes y personas paseantes. Quizá lo haga. Y mientras no encontraba nada, ni hacía el collage, volvía a las páginas de Diaro de 1926, y a cada frase las mismas ganas de siempre de emprender la aventura del paseo: Encontrar una habitación, esto es, la búsqueda de un espacio, un atelier de creación, que al mismo tiempo sea un lugar indicado para contener el sueño, ha sido para mí desde siempre, ruego encarecidamente que se tenga en cuenta, una forma inmejorable de salir a dar un paseo y darle al cuerpo una alegría al aire libre. p.29

            Como muchos paseos en los que nuestra atención se posa en una cosa para al ratito posarse en otra, así Walser pasa de un tema a otro, como si nada, como si fuera lo más natural del mundo, y está bien que así sea; y vamos descubriendo que esos paseos son el inicio de otros: “y ya veré qué rumbo toma ese paseo hacia los dominios de mi experiencia vital, experiencia que me observa con aire problemático, con la mirada misteriosa de lo que aún no está resuelto, y a la que observo a mi vez con aire parecido. pp.44-45


            Es el segundo libro que leo de la editorial La uÑa RoTa (del otro ya hablé por aquí: En la pausa, de Diego Meret). El primero me llamó la atención por su portada, por su brevedad, por su llamar la atención tan silencioso;  y el segundo por su portada, por su brevedad, por su llamar la atención –en esta ocasión-tan amarilla y con sombrero. Y por su autor, claro. Adoro a Walser. Quizá por los paseos. Quizá porque su lectura me lleva  a pasear. Quizá porque como dijo Hermann Hesse si los poetas como Walser se contaran entre los espíritus que gobiernan, no habría guerras. Si tuviera cien mil lectores, el mundo sería mejor. Sea como fuere, el mundo está justificado por haber gente como  Walser. Quizá porque me recuerda y me acuerdo mucho de mi abuelo. 

Patricia L.D. 
De la nota de prensa de la editorial:

Sobre el autor
Robert Walser nació en Biel (Suiza) en 1878 y murió durante uno de sus incontables paseos no muy lejos del hospital psiquiátrico de Herisau, al este de Suiza, el día de Navidad de 1956. Es, sin duda, uno de los más importantes escritores en lengua alemana del siglo XX. Autodidacta, errante, finísimo estilista de la lengua alemana y provisto de una mirada capaz de destripar la realidad con la más suave ironía.
Encomiado por Musil, Bernhard y Walter Benjamin, apreciado por Kafka, Canetti, Thomas Bernhard, Coetzee o Peter Handke, entre otros, el prestigio de Walser –«un prestigio moderado y sombrío, que es el único que podría convenirle», como señala Luigi Amara– se debe tanto a sus primeras y aparentes novelas, Los hermanos Tanner, y Jacob von Gunten o El ayudante como a sus prosas breves, entre las que destacan el primer libro, Los cuadernos de Fritz Kocher, que dio a la imprenta en 1904, y las famosas nouvelles El paseo, o Vida de poeta, La rosa, así como los microgramas Escrito a lápiz, publicados en España por Siruela.

Sobre el traductor
Juan de Sola (Barcelona, 1975) es traductor y editor. Ha traducido, entre otros, a Joseph Roth, Hofmannsthal, Richter, Brecht, Lowry, Beckett y Gabriel Josipovici. En la actualidad prepara la edición de la Correspondencia entre Goethe y Schiller. Fue premiado por el Gobierno de Suiza en reconocimiento por sus traducciones de Robert Walser, entre las que destaca El bandido, La habitación del poeta y Microgramas I. Ha impartido clases de Teorías de la lectura y Crítica literaria en la UOC. Para La uÑa RoTa ha traducido El hundimiento, de Nossack. Su web: http://juandesola.com/wp/

Sobre el ilustrador de la cubierta:
Eduardo Jiwnani (http://www.laluzroja.com/), autor de la portada de libro, vive y trabaja en Madrid como diseñador gráfico. En 2004 creó la editorial La Luz Roja para dar salida a pequeñas tiradas de poemarios y catálogos de artista. Para La uÑa Rota ilustró la cubierta de Obra inacabada, de Bertolt Brecht (traducida por Miguel Sáenz).


lunes, 5 de agosto de 2013

Felipe II y la mujer más fea de Francia. Una fábula. Joan-Pau Rubiés y Adolfo Álvarez Barthe.

Menoslobos Taller Editorial.
Marzo,2013. 
56 páginas. 20 euros. 

 “Felipe II y la mujer más fea de Francia. Una fábula” tiene su origen en un relato oral que el historiador Joan-Pau Rubiés contó a sus tres hijos después de visitar El Escorial en el verano del 2009 junto al pintor e ilustrador del libro,  Adolfo Álvarez Barthe. El relato no lo contó alrededor de un fuego, pero seguro que esas palabras tenían como  fondo evocador el macizo de El Escorial, como lo tenía una fotografía del personaje Pereira en el libro de Tabucchi.


Aquella fotografía se la había hecho él, en mil novecientos veintisiete, había sido durante un viaje a Madrid y al fondo se veía el perfil macizo de El Escorial.

            Tanto Joan-Pau Rubiés a la hora de escribir su fábula, como Adolfo Álvarez Barthe al realizar sus ilustraciones trabajan con material e imágenes ya existentes, pero para reapropiárselas y moldearlas a su manera.  “Felipe II y la mujer más fea de Francia. Una fábula” no es una lección de Historia –aunque quien la cuenta es historiador y quien la pinta es un apasionado de ella –sino una historia breve acompañada de unas ilustraciones muy bellas, con  carácter ejemplarizante. No en vano está dedicada a sus hijos, lo que no quita que también los adultos disfrutemos de ella.


             En esta fábula no hay ratones, ni gatos; tampoco osos, tortugas o liebres. Sí están  Felipe II, el conde de Chinchón, la princesa Isabel de Valois, su padre Enrique de Francia, el pintor Alonso Sánchez y su mujer. Y aquí empieza todo: El rey de España Felipe II desea aliviar a su pueblo de la pesada carga de los impuestos. Sus consejeros han encontrado la solución en el matrimonio de Felipe con Isabel, la hija de Enrique, rey de Francia. Este enlace sellará la muy necesaria paz y asegurará la seguridad de sus reinos y la prosperidad a sus vasallos. Pero el conde de Chinchón tiene otras ideas…

            En un pasaje de “La abadía de Northanger” de Jane Austen nos encontrábamos a la protagonista, Catherine, muy alegre porque su querido Henry había leído “Los misterios de Udolfo” de Ann Radcliffe, su libro favorito. Ella le preguntaba: ¿Cree de veras que Udolfo es el libro más bonito del mundo? Y él divertido le contestaba: ¿El más bonito? Eso depende de la encuadernación.

            Si Henry hubiese tenido en sus manos la edición que nosotros tenemos en las nuestras de “Felipe II y la mujer más fea de Francia. Una fábula” tendría que convenir que efectivamente es un libro bonito, puede que no EL MÁS  bonito del mundo, de acuerdo, pero sí el más bonito en el que se describe a la mujer más fea de Francia. Las ilustraciones, las tapas, el papel, la edición bilingüe (español e inglés) son muestra del buen hacer de la editorial.


            El viernes pasado tuvimos la oportunidad de ir a la presentación del libro. Mientras esperaba a que el ilustrador me firmara el ejemplar, una señora que no conocía de nada me preguntó: ¿cómo será la mujer más fea de Francia? Les digo lo mismo que le dije a ella: habrá que leer el libro.

            El escritor y el pintor de esta fábula son: 

            Joan-Pau Rubiés fue educado en Barcelona (de donde viene su amistad con Adolfo Álvarez Barthe) y posteriormente en Cambridge. Durante muchos años fue profesor de historia internacional en la London School of Economics. Ha investigado la historia de los viajes y las percepciones europeas de otras culturas en la época moderna, incluyendo los territorios ultramarinos de la Monarquía Católica. Ahora es profesor de investigación ICREA en la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona. La literatura es su otra gran pasión.

            Adolfo Álvarez Barthe, pintor, nace en León en 1964. Ha realizado numerosas exposiciones tanto individuales como colectivas y ha participado en ferias nacionales e internacionales. Su obra, que parte de un virtuosismo técnico poco frecuente en nuestros días, juega y combina elementos de la tradición occidental, aportando una mirada moderna. Historia, crítica y creación son los pilares que vertebran su pintura.


Patricia L.D.